sábado, 19 de septiembre de 2015

Mi primer ordenador

Era grande, tosco, pesado. Sobre todo era lento. Fallaba. Dejaba de funcionar cuando quería sin importarle lo que estuviéramos haciendo. No tuvo nunca consideración con nosotros, pero aun así le cogimos cariño. Tanto que al cabo de los años nos desprendimos de él y compramos otros. Así de simple.

Nunca nos dio por hacerle una foto a nuestro apreciado ordenador, así que este que aparece en la imagen bien podría ser primo hermano del nuestro. La fotografía pertenece a la exposición Feria Retro Sevilla que se celebró en Dos Hermanas en 2014. Podéis obtener más información sobre este evento en el artículo que publicó ABC de Sevilla

Tendría unos 14 o 15 años cuando mi padre trajo a casa un ordenador. No teníamos ni idea de cómo funcionaba aquel armatoste pero era señal de modernidad, de futuro y avance, así que decidimos hacednos con uno y ya luego veríamos qué uso se le podía dar. Quedó muy mono sobre una cómoda que teníamos (y seguimos teniendo) en una de las habitaciones de la primera planta de casa, aunque fuera algo incómodo utilizarlo desde ahí.

Un señor muy alto, algo regordete, con gafas y barbas canosas nos lo instaló, nos dio algunas pautas básicas y se fue. "Para apagarlo tenéis que picar en inicio", decía. "¿En inicio para apagarlo? Esto es el mundo al revés", refunfuñaba mi padre augurando ya lo que se nos venía encima. "Son máquinas infernales", acabaría diciendo semanas después.

No me importa reconocerlo, éramos unos completos analfabetos informáticos. De esta afirmación se salvaba únicamente mi madre, que jugaba con ventaja por llevarse gran parte del día delante de uno de estos en su trabajo, pero tampoco las tenía todas consigo. El señor alto y regordete se fue de casa y nos dejó al resto delante del ordenador, como verdaderos tontos, alucinando al ver cómo al manipular el ratón se movía una simpática flechita en la pantalla.

"Vamos a ver, el ratón lo mueves con la mano derecha, te pones sobre lo que quieras ver y haces clic con el dedo índice". Mi madre daba las primeras órdenes. "No, no. Tienes que hacer clic en la parte de la izquierda del ratón, la de la derecha es para otra cosa". Dios mío... Probamos a abrir Word y escribimos nuestro nombre. Un clásico que seguro que todos hicisteis la primera vez que cogisteis un ordenador. Luego abrimos Paint y volvimos a escribir nuestros nombres, pero con la herramienta de lápiz que se manejaba directamente con el ratón. Aquello quedó un churro, claro está.

El señor con barba nos tangó

Éramos como unos niños pequeños con botas nuevas. Alucinábamos con cada cosa que hacía aquella máquina. Era y sigue siendo una verdadera pasada. Reíamos y reíamos cuan inocentes infantes, sin saber lo que se nos venía encima. Fue entonces cuando a mi padre le dio por apagar el ordenador, siguiendo eso sí las órdenes que le había dado el señor alto con barbas blancas y regordete. 

Lo hicimos como alumnos aventajados y aplicados, pero aquello no se cerraba. "Apagando el sistema" era la frase que salía en aquella pantalla del Windows 95 de forma persistente. "No se apaga, ¿no?", pregunté. "Hombre, esto no es inmediato, hay que esperar un poco", se quejó mi madre. Al final, llevábamos casi tres horas esperando a que se apagara al completo el ordenador cuando mi padre, de los nervios ya, llamó al señor alto y regordete que nos había instalado aquella máquina.

Volvió a casa y no dijo, como si de una consulta médica se tratara, que no era nada, que cuando nos pasara eso que le diéramos directamente al botón de apagar y listo. Y se quedó tan pancho el tío. Nosotros, inocentes infantes, lo creímos y cada vez que el ordenador le daba por quedarse colgado cuando se estaba apagando, hacíamos uso de aquella recomendación y directamente pulsábamos el botón redondo, grande y azul de la unidad. 

Como cada vez era más habitual que todos en casa tuvieran algún ordenador, empezamos a darnos cuenta de que el nuestro no era normal. Y las maldiciones hacia el señor alto, regordete, con gafas y barba blanca comenzaron a ser habituales en casa. Nos había tangado el muy...

Un mueble para el ordenador

Más allá de esos pequeños percances, la vida seguía como siempre en casa. Mi hermano y yo éramos los que más utilizábamos el ordenador y viendo la incomodidad que suponía usarlo sobre esta especie de cómoda, mis padres decidieron comprar un mueble más acorde. Habíamos visto en una publicidad que llegó a casa unos supermodernos escritorios para ordenadores, con tablas extensibles para el teclado, un apartado especial para colocar la unidad, un clasificador de CD y una balda para poner la impresora. Era perfecto y muy mono, que todo hay que decirlo. Así que nos hicimos con uno.

Yo me pasaba las tardes escribiendo en el ordenador porque, ya por aquel entonces, me entró el agobio pensando que si quería ser periodista, debía manejarme bien con estas máquinas y controlar a la perfección la mecanografía. Mi padre, mientras tanto, recordaba de vez en cuando aquello de que eran unas "máquinas infernales", especialmente cuando le daba por ponerse delante del suyo.

La cosa, desde luego, siempre podía ir a peor. Compramos una impresora cuando en el instituto nos permitían ya entregar algún que otro trabajo a ordenador. La adaptación tampoco fue fácil. Por aquel entonces teníamos ya la enciclopedia digital de Larousse y un día me dio por hacer una prueba imprimiendo un texto. No tuve mejor idea que utilizar esta enciclopedia para imprimir el apartado de "España"... Me quedo corta si os digo que eran como 50 o 60 páginas las que estaban en espera para imprimirse. Me agobié, no sabía cómo parar aquello.

La impresora expulsaba y expulsaba folios llenos de tinta con líneas escritas sobre el origen de la Nación española, los cambios demográficos, las características del clima. Al final, opté por la vía fácil, pero siempre efectiva: desenchufe y listo. Luego ya me explicaron que se podía cancelar la impresión...

Y llegó Internet


Quienes tenían la suerte de tener la enciclopedia Encarta eran unos privilegiados. Yo no, así que cuando teníamos que hacer trabajos más sesudos en el instituto, le pedía el favor a algún compañero. Eso, en realidad, duró poco. Prácticamente hasta que Internet llegó a nuestras vidas. Era un clásico tener que llamar por teléfono un par de veces seguidas a algún amigo para que se cayera su conexión y así poder hacer efectiva la llamada. Los había que tenían Internet a partir de las seis de la tarde, aunque cuando en mi casa nos unimos a la red ya existía -y a buen precio- el ADSL, al cual le prometimos amor eterno.

Antes de tener conexión en casa, ya había ido con mis amigas a los famosos cibercafés. Pagabas un par de euros y te conectabas a Internet, básicamente, para entrar en un chat y hablar con la gente. Imaginaos: 15 años y descubriendo un apasionante mundo de nuevas tecnologías con las hormonas a flor de piel. "Escríbele a ese, a "rubio85", a ver lo que nos dice", bromeábamos mientras intentábamos empezar una conversación con alguien en el chat de Ozú. 

Gracias a Dios, aquello fue una fiebre de pocos meses y pronto decayó. Las modas cambiaban a un ritmo frenético y ahora lo último era utilizar Messenger. Mi ordenador, eso sí, seguía haciendo de las suyas. Se quedaba colgado cada dos por tres, lo habíamos formateado ya unas cuantas veces y encima empezó a cogerle gustillo a eso de apagarse de buenas a primeras y reiniciarse solo. "Máquinas infernales".

Estuvo con nosotros varios años, más de lo que debería para lo malo que salió. Al hombre alto, regordete, con gafas y barba canosa lo acabamos declarando persona non grata en casa. Se lo tenía merecido.

Y a nuestro ordenador le dimos la extremaunción para que pasara a mejor vida, agradeciéndole, eso sí, los servicios prestados y rogándole su perdón por el maltrato al que pudo ser sometido por parte de cuatro torpes, que no habían manejado un ratón y un teclado en su vida y no tenían ni idea de lo que quería decir una memoria RAM y un sistema operativo.